Recorrido: del Templo a Koh Chang: 66 km
Me desperto un monje anciano, justo a tiempo para tener todo recogido antes de que empezase a llegar la gente a hacer las ofrendas de comida matutinas. Sobre todo se trataba de mujeres ya entradas en edad, que cada mañana ganaban un pedazo de cielo (bueno, aqui son meritos en el camino del nirvana) abasteciendo a los monjes y niños del templo con arroz hervido y otros alimentos.
Se habia pasado la noche diluviando, pero cuando sali a penas era una llovizna fina, que a ratos incluso dejo lugar al sol y a un calor desacostumbrado a estas alturas de viaje. No me quedaban muchos kilometros hasta el pueblo desde cuyo embarcadero se tomaba el barco a la isla de Koh Chang, asi que me lo tome con mucha calma. La carretera ya se habia alejado del mar lo suficiente como para no verlo, pero las montañas cubiertas de bosque seguian ofreciendo un espectaculo visual.
Justo cuando llegue a Trat, la primera ciudad tailandesa despues de dos meses, mi cuentakilometros me decia que habia cumplido los 5.000 kilometros de recorrido. Eso se merecia un premio, asi que me tome una limonada y un cafe en el bar mas caro de la ciudad. Un euro y medio, si señor, invito yo, que estoy de fiesta. Trat me sorprendia con su aspecto de ciudad moderna y vibrante, populosa y construida en hormigon y vidrio. Tras mucho tiempo casi en la selva, me sentia como quien sale por primera vez en su vida de su aldeita de las montañas y desembarca en pleno Nueva York. Que abundancia de comercios, cuantos productos, cuanta variedad de comida, de ropa, de artefactos cuyo uso ya habia olvidado. Y que limpio todo. Y coches relucientes aparcados ordenadamente, rotulos de neon, y mas y mas cachivaches de colores. Que impresion me causaba. Ah, y el mayor lujo de todos: poder comer delicatessen como tallarines fritos. No veia el momento de comerme un plato, asi que despues del cafe (que era otro capricho) me comi unos tallarines fritos, de los que quitan el sentio.
Por la carretera de la costa reaparecieron los poblados musulmanes. El Islam llego a esta region del mundo a traves de los mercaderes arabes que se perdieron por aqui con sus barcos y no desaprovecharon la ocasion de hacer proselitismo, por lo que era en la costa, y muy volcada a la economia del mar, donde aun hoy se concentraba la poblacion musulmana. En la fotografia una mezquita en uno de los muchos canales fluviales que llevaban al mar.
Al final de una carreterita secundaria llegue a Laem Ngoc. Pregunte por el ferry, que salia cada hora de un embarcadero a 4 km de alli. La chica que vendia los billetes monto en su moto y me hizo seguirla a toda velocidad hasta el muelle, para intentar llegar a tiempo de tomar el que salia a las 2 de la tarde. Pero cuando al final de una carreterita en el bosque, que no pude ni disfrutar por la carrera, aparecio la pasarela al mar, solo vi el barco que partia rumbo a la isla. Tampoco era para tanto, y tomandome otro cafe y contemplando los manglares donde los pescadores tiraban sus redes sumergidos hasta medio cuerpo, pase la hora y media de espera bien entretenido.
La silueta de la isla se veia desde la costa y, segun nos acercabamos con el ferry, se volvian mas imponentes sus alturas frondosas sobre una estrecha franja de cocoteros y playa que, en la zona norte a la que llegamos, a penas era un hilillo dorado al que llegaba el mar. Sin perder tiempo tome el camino hacia las playas occidentales, por una carreterita sumergida en bosque, que por un lado se encaramaba a unas paredes verticales de arenisca, y por el otro llegaba hasta el brazo de arena de a penas un metro, mecido por las aguas transparentes y reposadas del oceano.
Montañas? Tailandia? Vaya una combinacion. En seguida comenzaron las tipicas cuestas del pais, sin rodeos ni curvas, directas a la cima, que, ya desde lejos, cortan la respiracion. Al menos las vistas eran increibles, con la linea de la costa dorada por un sol que por fin se desperezaba. Al descender la montaña fui a parar a una de esas playas paradisiacas de las postales tropicales, arenas blancas en una amplia y ancha bahia que muy suavemente entra en el mar, y a la sombra de un vergel de mangles y cocoteros. Las selvas de las montañas tan solo cien metros mas atras, y en el estrecho tramo plano, el tipico destino turistico repleto de bungalows y tiendas para turistas. No era el tipo de lugar al que estaba habituado, pero el entorno era tan idilico que decidi quedarme.
Unas mochileras francesas que contemplaban el atardecer sentadas en la arena, me recomendaron una posada al final de la playa, montada en unas rocas sobre el mar, y muy economica. Solo se podia llegar por la arena, pero apelmazada por la ida y venida de la marea, era facil pedalear. Como la temporada baja vaciaba este tipo de lugares, disponia de una kilometrica playa casi para mi solo, y dedique la tarde y la noche a pasearla una y otra vez, y a disfrutar de la luz y de los sonidos de las olas, las aves, y la brisa sobre las palmeras.