Hay pocos misterios en la vida comparables a la incertidumbre que precede a un viaje. Nada está previsto, nada se intuye. Tan sólo sé que llegaré a Bangkok, trataré de sobreponerme al cansancio del trayecto, y una vez reunidos los paquetes facturados, buscaré un rincón discreto del aeropuerto para montar la bici. La llevo embalada, desguazada por completo para que me la dejen embarcar en los exiguos 28 kilos de equipaje que permite la compañía aérea. Después de un rato de mecánica, armaré las alforjas y buscaré la salida del aeropuerto. En otros viajes similares he salido pedaleando del aeropuerto, y he llegado en bici hasta la capital; pero en esta ocasión viajo a un país que es un viejo conocido, Tailandia. Por eso ya cuento con el tren que me salvará de atravesar en bici las decenas de kilómetros de barrios marginales que rodean Bangkok, otra de esas megalópolis que llenan el planeta, donde el Futuro fue un mal sueño que ya quedó atrás.
A partir de aquí nada sé, nada he planeado. Cada día decidiré sobre la marcha qué hago, hacia dónde me dirijo, qué ruta escojo. Cada día buscaré al atardecer una aldea o un pueblo donde alojarme, a veces será una familia la que me acoja en su palafito de madera y bambú entre selvas. Sin duda esas serán las mejores experiencias; aunque no recuerdo especialmente a los Tailandeses por su hospitalidad, y es posible que esas vivencias más intensas sólo lleguen en las regiones de las minorías étnicas, o tal vez en otros países como Vietnam. Bueno, veremos, poco a poco.
En dos días comienza mi recorrido por Indochina. Que no nos pase ná.