Jueves 26 de Junio de 2008
Recorrido: de Koh Samet a Ban Bueng: 104 km
Aunque me había hecho a la idea de seguir unos dias por alguna carreterita secundaria antes de llegar a Bangkok, no tenía mucho sentido, después de tanto paraiso, empeñarme en entrar en bicicleta en Bangkok. Algo me decía que éste bien podría ser el último pedaleo del viaje. Y así fue.
De la isla al continente no había más tráfico que el de pasajeros, así que sin tener que esperar a que cargaran mercancías, ni escorarnos por el efecto de su peso, el trayecto en barco fue más rápido y tranquilo que el de llegada. Al principio continué, ya en tierra, por un agradable tramo de unos kilómetros no lejos de la costa tras Ban Phe. Pero como había imaginado, en seguida tuve que volver a la red central que se iba espesando conforme me acercaba a Bangkok. El recorrido se tornó insulso, de escasa belleza, y con un tráfico al que no estaba acostumbrado y que rugía a mi lado dejándome una desagradable sensación. La capital quedaba ya a menos de 150 kilómetros, y esto cada vez se notaba más.
El paisaje era verde y llano, con ordenadas plantaciones de caucho y suaves lomas en el horizonte. Los pueblos, sin encanto, ensuciados por el contínuo trasiego de vehículos, que hacía inútil cualquier esfuerzo de sus habitantes por embellecer sus rincones con los típicos detalles naturales. Efectivamente, carecía de sentido continuar pedaleando por lugares así. El motivo de recorrer un paisaje en bicicleta es que se disfruta de cada centímetro del recorrido, se escucha el sonido del aire, se captan los aromas y las sensaciones del entorno y de la vida rural, la naturaleza, la luz, la belleza en definitiva. Pero con el barullo y la humadera, no había lugar al disfrute. Iba siendo hora de poner punto y final al viaje. Quería conservar un buen recuerdo para despedir estos meses en los que habia sido testigo de momentos inolvidables con personas de mirada dulce, y de bucólicos paisajes y su paz sin límites. En lugar de continuar hacia el norte por las carreteras que rodeaban Bangkok, puse rumbo hacia Ban Bueng y Chonburi, con la intención de tomar allí el autobús a la capital por la mañana.
Al atardecer llegué a Ban Bueng, despues de unos últimos kilómetros algo agobiantes de autovía. Aquel lugar parecía una colonia china más que un pueblo tailandés. Los carteles escritos en chino, los templos de su sincrético estilo; la única posada, roñosa y muy cara, tambien regentada por chinos que conocían bien el negocio y no estaban dispuestos a regatear, pese a lo evidente que era su abuso en el precio, dado que no tenían competencia en kilómetros a la redonda. Nadie como los chinos comprende y utiliza en su provecho el negocio y el dinero. No me cabe en la cabeza que alguien haya alguna vez pensado que era fácil engañar a un chino. Son temibles, y sin perder la sonrisa.
Pasé las últimas luces de la tarde paseando, y tratando de comunicarme con la gente que me encontraba. Unos taxistas de los que llevan a la gente en moto me ofrecieron comerme unos rambutanes con ellos en la plaza; unas estudiantes que salían del instituto trataron de practicar su limitadísimo inglés conmigo. Y entre paseos y sonrisas, llegué a un parque de estilo también chino, con lagos, estanques, y decoración imitando rocas naturales de las montañas kársticas del sur de China. Lo centraba una imagen iluminada, una estatua en mármol de una deidad china que bien pudiera recordar a la Virgen María.
Me sentía nostálgico por el final del viaje. Todavía me quedaban unos días, pero lo mejor de él se había quedado atrás, formando ya parte de mí para siempre, cambiando sutilmente mi manera de ser, de pensar, de ver el mundo. Lo resumimos muy bien con ese galicismo que significa equipaje, y que como tal acarreamos con nosotros: el bagaje que incorporaba en este viaje me había aportado aún más relativismo, y regresaba pacífico, relajado, restándole cualquier importancia a los leves y risibles problemas de la vida diaria. Es importante pensar que, lo haga por donde lo haga, el sol siempre acaba saliendo cada mañana.